Por Gustavo Emilio Rosales
En la entrega reciente de su columna Planeta
Danza, Rosario Manzanos establece que bailarines y coreógrafos han perdido el
buen hacer de sus oficios por extraviarse en la usanza de pensar a partir de
textos de filósofos como Foucault, Deleuze y Guattari, a quienes considera
(sic) “teóricos de moda”.
Deleuze y Foucault. No bailarás así
El
escrito en cuestión tiene dos partes, de cinco párrafos cada una. En la primera
sección, Manzanos emprende una especie de muestrario de conceptos y
perspectivas analíticas de lo que serían las actuales faenas intelectuales de aquellos
que, asegura, se encuentran extraviados en la danza teórica. ¿Pero de quiénes
se trata, en realidad? No lo sabemos porque la autora omite poner ejemplos
precisos de su tesis, lo cual debilita periodísticamente la entrega. Quizá en
algún otro género de escritura, como la fábula, sea válido dictar generalidades
a ultranza, pero no en el periodismo, donde se observa que los hechos no nacen
por generación espontánea, sino que son producto de personas identificables,
quienes deben hacerse cargo de ellos. Manzanos, me consta, es una periodista experimentada
y conocedora de su ecosistema de trabajo; quizá esta omisión tenga que ver con
la rancia costumbre mexicana de evitar las alusiones personales (“se dice el
milagro, pero no el santo”, reza un dicho local).
Por
tanto, cada lector debe ubicar en su imaginario a aquellos danzantes que se
habrían apartado del buen sendero, tentados por la serpiente del saber que les
ofrece mirar paisajes por natura vedados a sus ojos bailarines. En particular,
detecto casos de coreógrafos que han esgrimido poses pretenciosas, sin poder
fundamentar a través de ellas un discurso escénico coherente, como Alicia
Sánchez (Entre tú, yo y los otros) y
Jaime Camarena (Ciudad insomnio); la
primera ha sobresalido gracias a una estrategia ofensiva, plagada de artimañas;
el segundo lo ha hecho merced a su amistad de hierro y piel con Cuauhtémoc
Nájera, el huey tlatoani de la danza mexicana. Tengo presente un tercer caso,
que es el de Diego Vázquez, quien ha labrado etapas de su carrera como
coreógrafo a partir de los favores irrestrictos que ha recibido por parte de su
padre, Roberto Vázquez Díaz, cuando este ha ocupado importantes cargos como
servidor público.
Evidentemente,
ninguno de los casos que menciono se vincula con un enajenante ejercicio
teórico. La razón de esto es que no considero –como afirma Manzanos- que sea el
amor al estudio filosófico lo que ha alejado al público de los recintos
consagrados a la práctica del arte coreográfico; mucho menos estimo que lo que la
mencionada redactora califica como “crisis artística de la danza” se deba al
afán de bailarines y coreógrafos por ampliar sus horizontes de conocimiento a
través de la lectura, el análisis y la problematización de realidades que van
más allá de lograr la pirouette descomunal.
No
concibo, por cierto, que una bailarina sea peor ejecutante por leer La
hermenéutica del sujeto, buscando poner en claro algún suceso que la danza
misma le ha revelado en torno a la construcción de su persona, en vez de
repasar por quincuagésima ocasión tal o cual mecanismo de destreza. Por el
contrario, tengo la seguridad de que habrá de ser una intérprete mucho más
interesante de ver, mucho más inquietante, porque –estimulada por la
certidumbre de que la danza no es reproducir de forma impersonal el movimiento
canónico, sino mover, en un estado especial de conciencia, contenidos de
talante existencial en la cualidad energética de ese, o de cualquier otro,
movimiento- habrá de conducir la atención del público hacia conmovedores
parajes de asombro y reflexión, que distan mucho del simple evento emocional
que también podría ser suscitado por los trucos de una foca amaestrada.
En
todo caso, considero que ante el escenario planteado por Manzanos hay que tomar
en cuenta, al menos, 4 puntos: 1) El conocimiento conquistado de manera genuina nunca puede dar lugar a cierres, deméritos, mediocridad (porque una cosa es haber leído realmente a los
autores mencionados – así como también a muchos otros-, haberlos tratado de
comprender e intentar decantar sus propuestas en la propia experiencia, y otra
es aparentar haberlos estudiado y esgrimir en su nombre sofismas basados en las
primeras líneas de una entrada de corte Wikipedia); 2) México, ha quedado
demostrado en pruebas internacionales, es un país con pésimo sistema educativo;
urge, por tanto, fomentar en él un mejoramiento decidido, metódico, de la
educación en todos los niveles; la actualización teórica y el fortalecimiento
del ejercicio crítico son pilares insustituibles de este lance impostergable;
3) la danza no es tan sólo bailar; es, en la más completa de sus condiciones,
la transformación poética de la imagen del cuerpo: una dimensión en la que,
como ha quedado demostrado en el terreno de los estudios neurocognitivos,
resulta decisivo el enriquecimiento del pensar (en este sentido, la actividad
filosófica dista mucho de ser una mera práctica especulativa: es, en verdad, una
actividad con firmeza ligada a la creatividad) que, como el salto o la
carrera, es una realidad propia del cuerpo; y 4) no corresponde al arte
entretener a un cuerpo-cosa mediante figurines de complacencia estética, sino
problematizar las cuestiones fundamentales que atañen al ser en tanto cuerpo
que es camino de acceso al mundo de las cosas.
Considerar
que el ejercicio teórico, particularmente el que nace de preocupaciones
filosóficas, es una pérdida de tiempo y algo que aleja al individuo de la posibilidad
de conseguir un rendimiento óptimo es un criterio fortalecido dentro del
neoliberalismo radical, que tiende a castrar todo lo que engrandece a la
persona en aras de cultivar masas que produzcan más, se quejen menos, y se
conformen con la ilusión de poder adquirir basura cara.
La gestión institucional de los ámbitos de la danza escénica mexicana –comenzando por gran parte del sistema escolar específico- acusa podredumbre, y esto afecta seriamente a valiosos docentes, investigadores y artistas, quienes desarrollan su trabajo en condiciones de precariedad laboral, si no es que padecen el atroz desempleo. La razón principal es que desde hace décadas dicha gestión se encuentra en manos de un grupo de funcionarios que manejan estos ámbitos constitutivos a placer, instalando en ellos como lógica principal de operación el sistema clientelista que ha sido la ruina de nuestra salud política como Estado democrático. Privan allí la endogamia, el pago de favores, la genuflexión como mandato, el beneficio discrecional y el abandono voluntario de la postura crítica; provocando así que el arte coreográfico se encuentre distanciado del tejido social de la Nación. Responsabilizar a los hermosos libros de Foucault, Deleuze y Guattari de lo anterior, así como a su lectura por libre decisión es, cuando menos, inexacto.